RELATOS

 

 NOMBRE PARA UN PAÍS QUE NO EXISTE

          Por Martín Moreno


El día de hoy fue particularmente difícil. El calor fue agobiante y la confianza de los hombres mostró síntomas de franco declive.

No los culpo. Yo mismo la mayoría de las veces no estoy muy seguro de cada paso que doy. No conozco muy bien la tierra que pisamos, las montañas que nos rodean, las sombras que nos esperan. No sé.

Me muestro firme y determinado, convencido. No es bueno titubear en medio de este océano de viento y dudas. Pero vamos, que cada hora pide permiso a la siguiente para poder pasar. Que el silencio desértico ahueca en nuestros tímpanos un silbido glacial. Que el avance cansino de los pingos suena rítmico, mecánico, somnoliento. Que ninguno de nosotros sabe nada en concreto. Que los “godos” aguardan con paciencia metódica. Que este país todavía no es tal cosa, ni se parece. Que allá en España yo era un militar  importante y acá…bueno, acá estará por verse. No es que me arrepienta de nada. Nada de eso.

Siempre sentí el llamado extraño, el interrogante persistente de este lugar remoto y sureño, de esta tierra alejada donde nací, pero de la cual no quedaban más que trozos difusos, recuerdos dispersos de una infancia incierta, allá lejos, algún monte, alguna tarde de juegos, algún recodo cálido y feliz de la primera infancia, donde uno aprende el todo y al mismo tiempo, siendo tan pequeño, casi que evapora todo. Ese todo que en alguna parte queda.

Yo nací acá. Me lo repito con fervor. Necesito reafirmarlo. Convencerme. Sentirlo. Carajo, no voy a dar la vida por algo que no sé ni qué es. O tal vez si.

Es poco lo que uno puede llevarse con cinco años. La vida recién empieza. Y yo con cinco años.  Casi que mi verdadera vida comenzó en el otro lado del mundo. Allá donde las cosas andan bien y los generales son pulcros. Allá donde se acostumbra a conquistar y a mandar. Allá donde nadie quiere liberarse de nada porque todo el mundo parece sentirse a gusto, sólido, afianzado, marcial.

Pero yo no. Yo siempre supe que debería venir a buscarme a mí mismo a alguna parte. Acá tal vez. Acá donde todo comenzó aunque poco recuerde. Acá donde el nuevo mundo parece querer estallar contra la historia. Acá donde todo está por nacer y la palabra libertad suena como himno estridente en cada poro. Acá.

Pero estos días no ayudan. Y son la clara mayoría. Por una jornada de gloria, alegría y felicidad vivida, vienen decenas, acaso cientos, de jornadas grises, vacías, inciertas, fatigosas, polvorientas, duras, llenas de miedos y preguntas. O peor aún. Llenas de nada.

Horizonte. Allá nos esperan. Me espera.

Se llama Belgrano. Abogado, estadista, figura gravitante en Mayo. Escasa o nula formación militar. Mentor de las hazañas de Tucumán y de Salta. Creador de un ejército surgido de la nada misma. Líder del éxodo Jujeño. Portador de un mensaje embrionario de libertad. Mensaje en gestación, difuso, ambiguo, cuyas formas y fondos no conocen ni siquiera aún quienes lo impulsan.

Algo en que creer. Nosotros. Fe.

Y me espera. Exánime, fatigado, acaso abatido. Me espera. Aguarda por mi recambio, por mi presencia, por mi esperanza. Soy la esperanza de ese hombre y de sus hombres. Confían. El país que no tenemos nos necesita. Cree en nosotros.

Cree en mí, que vengo en busca de mi destino a una tierra que no conozco pero que es la mía.

Veo a Belgrano y me veo a mí. Veo a cada hombre americano. Demasiados interrogantes para tener por delante una tarea tan ciclópea. Dar forma a una patria que no existe pero que vivirá en los manuales escolares, allá, dentro de bastantes años. Allá lejos.

Borges no nace todavía, pero si viviera seguramente diría que Belgrano y yo somos un solo hombre. El mismo. Que cada hombre es todos los hombres. Que la historia humana juega en una suerte laberíntica. Que hay un instante de magia, un pinchazo, un momento crucial donde cada hombre sabe quién es, y cuál es su destino para siempre.

 No conozco a Borges, pero me gusta lo que va a escribir cuando nazca.

No conozco a Belgrano, que si ha nacido, e incluso está más cerca del final que del principio. Lo aguardan los manuales. Los escolares. Los oficiales y los revisionistas. Los ortodoxos y los contestatarios. Todos los manuales tendrán lugar para ese hombre, para ese tal Belgrano que me espera depositando todo el futuro en mí.  La historia se escribe entre hombres polvorientos, cansados, que tosen, que dudan, acaso que temen. La historia será Belgrano, serán los “godos”, será esta jornada para el olvido, serán tantas jornadas que pasarán a la nada, será la nobleza de Cabral que murió por mí.

Incluso hasta yo mismo seré la historia. O no. O no del todo. Habrá que ver hasta que punto a los niños de tercer grado inferior les explican de nuestras desventuras, de nuestras tristezas, de nuestras escasísimas y efímeras victorias, de nuestro destierro. De nuestra vida  mucho más llena de pesares que de felicidades. Acaso como todas las otras. Acaso como todos los hombres y mujeres, replicados, repetidos, en un mismo y difuso existir que lucha a diario por un ratito que valga la pena recordar.

Los manuales dirán poco de todo esto. Escribirán de todo. Pero no dirán casi nada.

Los niños nos amarán, nos odiarán. Incluso peor aún, nos ignorarán.

Y todas las posturas serán tal vez igual de respetables. De entendibles.

Yo sé muy bien que los soldados se ríen a mis espaldas. Sé todo. Sé que bromean sobre mis modales, mis posturas, mi voz.

No les parezco el clásico jefe militar, duro, determinado, marcial. No les parezco eso. No lo soy.

Soy un hombre de leyes, de libros, de tertulias y de pensamientos.

Los he visto, sin embargo, seguirme sin dudar en Tucumán y en Salta.

Jornadas de gloria. Acaso de las más gloriosas de mi vida, de nuestras vidas, y de esta tierra que aún no es un país pero que ya cobra sangre de nuestros hermanos sobre ella.

Tucumán y Salta fueron hermosos. Yo vi, yo pude ver, la emoción en los rostros. Organizamos la resistencia de la nada y con nada. Fuimos héroes. Tal vez nuestra existencia se justifique solamente por esos dos sucesos. Acaso no haya más que eso. Frenamos e hicimos recular a un ejército superior, disciplinado y mejor armado. Y nosotros nada, un grupo confuso y entusiasta de patriotas de una patria que no es patria. Pero fuimos. Y Vencimos.

Siento que convergen en mí todas las sangres americanas. La del indio, la del gaucho y la del pampa. La del hombre filósofo y genial, pero bárbaro e irredento al mismo tiempo. Siento que soy todos. Incluso soy el español que maté. Soy el caballero civilizado y soy el grito desesperado de la lanza y del malón.

Sarmiento es un recién nacido. Faltan años para que nazca Perón. Pero siento que soy ellos. Soy un poco de los dos. Soy el poema de José Hernández que aún no está escrito. Soy Martín Fierro. No puedo evitarlo. No sé cómo hacerlo. Soy un guerrillero que vivirá dentro de más de un siglo, de apellido Guevara y que le dirán “che”, que será doctor pero que matará  en nombre de la revolución y de un mundo mejor. Y será bandera y símbolo universal. Soy también un poco de él.

Probablemente sea ese que viene. Ese San Martín. Ese que viene a recuperar esto que nos ha quedado.

Luego de Vilcapugio y de Ayohúma somos más un pasado que un presente. Somos un recuerdo próximo a integrar estrofas de alguna marcha. Somos una parte del himno que aún no se escribe. Somos la esperanza puesta en ese tal San Martín. Viene por mí. Por nosotros. Por lo que queda de nuestros héroes. Por todo lo que falta realizar. Por el sueño, que nunca debe perderse, ni aunque ya no se tenga. Viene por todo eso.

Ambos formaremos parte de una misma trama. Las generaciones venideras hablarán de este abrazo, necesario, casi impostergable. 

No habrá destino, ni futuro, ni país sin este día. Sin esta hora. La historia necesita que este sea nuestro día. Hoy y aquí. No hay más plazo.

La magia de lo eterno debe fundirse en un abrazo que mimetice nuestras esencias. Ambos somos, y seremos, el otro. No podrá haber patria si no logramos sentirnos el otro. Si no vemos en el otro nuestro mismo sueño, nuestro mismo miedo, nuestra misma angustia, nuestra misma esperanza. La patria, que aún no existe, deberá ser eso. Partir desde ahí.

Lo espero. Si, lo espero, con fatiga, con sudor, con ansiedad, con algo parecido a la esperanza y a la urgencia de una misión cumplida.

Lo espero y ya no puedo hacer otra cosa más que esperar. Si no lo esperara, mi vida ya no tendría más razón de ser desde ya mismo. Incluso, probablemente, ya no lo tenga luego de hoy.

Por eso espero. Porque los que nos van a suceder en la historia necesitan que esto suceda hoy. Que haya algo en que creer. Que exista alguien en quien confiar. Que la patria sea algo más que una palabra.

Lo veo. Son ellos. Debe ser aquel. Cuanta derrota junta. Y sin embargo, tal vez no exista una derrota tan heroica, tan gloriosa, tan históricamente necesaria.

Cada vez lo veo más cerca. Es él. Es la mirada febril del porteño que lo ansía todo. Que mira al río eterno. Es la nostalgia del inmigrante y la angustia existencial del arrabal. Es la sonrisa corta del compadrito que aún no termina de ser. Es él. Llega. Ha llegado.

Nos miramos en espejo. Borges parece ganar la partida. Somos el otro. Lo logramos, brevemente, pero lo logramos.

El abrazo es algo natural, instintivo. Ineludible. Lo sentimos. En ese abrazo debe estar el todo. Ese todo que no se puede escribir. Ese todo que los manuales no van a poder narrar nunca. Lo abrazo. Me abraza.

Lo hiciste bien, muy bien. Le digo.

Vos lo vas a hacer mejor, seguro. Mucho mejor que yo.

Lo has dado todo, y más. Yo lo sé. Todos lo sabemos.

Me dice una frase que aún no se ha escrito, pero que dentro de casi 200 años será un ícono del rock argentino. Una música que no existe aún, en un país que tampoco existe todavía, ni se llama de esa manera.

La frase dice así: “este asunto está desde ahora y para siempre en tus manos, nene”

La tomo. Acaso no la comprendo del todo. Pero la tomo igual.

Nos damos otro abrazo. Y eso parece ser todo.

Lo veo luego, tranquilo, agarrar sus pocas pertenencias, sus cosas escasas.

Me agradece con un gesto. Se ve aún  titubear un poco, como no queriendo irse del todo, pero urgido de reposo al mismo tiempo. Extenuado. Tal vez reconfortado por la tarea culminada.

Entonces me acerco y le digo:

Che Belgrano, dentro 200 años los manuales escolares hablarán de nosotros. Los niños  deberán cantar marchas en nuestro nombre. Tendremos calles, avenidas, monumentos. 

Todos usarán nuestro nombre para hablar de nuestro país.

¿Sabías eso?

 ¿Y cómo se va a  llamar nuestro país?...me responde.

 Bueno, ya iremos viendo. Cuando le ganemos a los “gallegos” lo pensaremos mejor. Tal vez incluso hagamos un concurso para determinarlo.

¿Te gustaría participar?...le pregunto.

 Me mira y con una sonrisa me responde:

 Pero San Martín, compadre, si ya estamos participando.

 Y lo veo alejarse, despacio, tranquilo, cansado, presente para siempre.


UN FANTASMA CELESTE Y BLANCO

Por Martín Moreno

Los niños y las niñas suelen creer en mi existencia. Es razonable por otra parte, dado que en la infancia se tiene más afinado el sentido de la justicia combinado con el don de la fantasía sana, ingenua, cándida.

No suelo merodear donde están ellos. Ando prolijamente a la deriva. La isla Soledad es la que más me agrada. Puerto Argentino también, aunque soy más reticente a aparecer por allí. Mucha gente hablando en un idioma ajeno.

Pero los niños si que me ven y lo que es más importante, no me temen.

Cada tanto me cruzo a la otra gran isla, y también desde luego recorro fugazmente todo el archipiélago. Pero donde más tiempo paso es aquí, en algún recóndito lugar de la isla Soledad. Creo que su nombre cuadra perfectamente con mi esencia.

Para intentar ser preciso voy a aclararles que hace miles de años que vivo aquí. En rigor no soy capaz de recordar con exactitud cuando ni como es que llegué, pero de eso hace ya milenios, eso es seguro.

Hay días en los que creo que estuve aquí desde siempre. Desde el mismo inicio de los tiempos. No logro imaginarme en otra parte. Esta tierra soy yo.

He visto cada cosa y he sido testigo de cada instante, de cada viento, de cada día en silencio completo que, desde luego, han sido la enorme mayoría.

Recuerdo con cierta gracia los tiempos de los primeros avistamientos. Hará más de quinientos años de eso. Si, probablemente.

Unos hombres en barcos que llegaban desde lejos, muy lejos. Gente que estaba convencida de estar construyendo el mundo y haciendo la gran historia. Firmes, determinados. Y si, cada cosa que veían o tocaban la proclamaban como propia. Sin discusión. Costumbre que, dicho sea de paso, han sostenido sesudamente hasta la actualidad.

Entonces vieron estas islas. Algunos desembarcaron. Otros siguieron de largo. Hablaban un idioma extraño, alguna lengua como la que hablan  los que están ahora, pero no la misma, o en todo caso parecida. No sé. Muchos se fueron como llegaron. Ni me vieron. Pobres ingenuos, creyéndose descubridores y dueños de algo. Como si fuera posible ponerle título de propiedad a este lugar, que soy yo, que es mi casa desde tiempo inmemorial.

Desde aquellos avistamientos nada fue igual para mí, mal que me pese.

Hasta entones yo creía estar solo en el mundo y en las islas, que en mi caso es lo mismo. Luego de esos episodios supe que había más gente. Hombres en el mar buscando cosas a las cuales ponerle nombre.

Cómo les comentaba, no suelo pasar mucho por Puerto Argentino (que ellos llaman Stanley) dado que no quiero alarmar a esa gente, que es tan sensible y cultiva los buenos modales.

Hablar de aparecidos es de mal gusto. Y mucho peor es creer en ellos. Y peor aún si el aparecido es de color celeste y blanco. Porque si, no se los dije, pero mi presencia, que no llega a ser humana, tiene un tono celeste y blanco.

Yo creo que en algún punto, la gente que vive en este lugar sabe que yo existo. Las personas aquí me tienen muy presente aunque se cuidan de modo celoso siquiera de mencionarme. Por eso los niños son un problema. Los niños me ven y no tienen reparo en aceptarlo. Y por eso es que merodeo poco la capital de las islas. No quiero generar conflictos. Yo si poseo el don de la empatía, pese a ser un fantasma.

Donde suelo ir muy seguido es al Darwin. Al cementerio.

Eso pasó mucho después en realidad. Sepan disculpar cierto desorden. Las épocas se me mezclan. Pero si, el Darwin es un lugar al que voy al menos una vez a la semana, o más.

Es un imán. Posee para mí el atractivo de un talismán. Y no creo que sea porque voy allí y pueda hablar con alguien, o alguien me vea. No es así. Ya les expliqué que los únicos que me ven son los niños y las niñas.

Más bien voy al Darwin porque considero que es una acción impostergable cada vez. Un modo concreto de recordar que todo aquello fue verdad. Porque yo los vi. Yo he visto todo. Yo estuve ahí.

Miren, conforme los siglos avanzaron, digamos, de unos trescientos años para acá, las visitas de hombres a las islas se hicieron más frecuentes. Vinieron unos, luego vinieron otros, y así. Hubo modestos gobiernos, y hasta hubo revueltas contra esos gobiernos. Les digo más, a veces suelo verlo dando vueltas por allí al gaucho Rivero. ¿Lo ubican? Por supuesto, él ni sospecha mi presencia. Ustedes, estimo a esta altura, acaso dudarán de lo que digo, pero Rivero también anda por aquí. Tal vez ni él mismo lo sabe.

En fin, como sea, les decía que suelo ir al Darwin y permanezco sentado entre las filas, largo rato. El viento furioso  me golpea el rostro (mi suerte de rostro) y eso me hace bien. Por un momento me siento como cerca de casa y es como si mucha gente que no conociera me estuviera abrazando. No sé como se llama eso aunque he escuchado palabras al respecto; patria, país, nación, soberanía. No sé. Yo de esas cosas no entiendo tanto. Lo mío es el sentir, más que el pensar.

Yo pude ver todo entonces. Sé perfectamente lo que sucedió en aquellos dos meses, días más o días menos. Vi cuando llegaron unos. Y luego vi cuando llegaron otros. Y vi banderas que subían y bajaban. Y luego además de ver, comencé a escuchar. Los escuchaba. Gritos. A veces creo que llantos. Y los unos hablaban una lengua (creo que parecida a los que están ahora) pero los otros hablaban otra lengua. Llamativamente, la misma que entiendo yo. Raro.

Tal vez sea porque todo es lo mismo: la tierra, la lengua, la casa de la infancia, o un viento que nos golpea la cara que no es cualquier viento sino que es “nuestro” en el caso de que el viento pudiese tener dueño.

Intuitivamente ellos me cayeron bien. Los que hablaban la lengua que yo hablo. Y muy de a poco, sin entender acaso, fui tomando partido por ellos. No sé si esto fue correcto o no. La verdad es que soy un fantasma y debería ser ecuánime, neutro, equidistante, además de invisible.

Para el caso, todos, los unos y los otros, estaban en mi casa estorbándome. A mí, que vivo aquí hace miles de años, repito.

Pero había un algo. Algo extraño. Algo que me decía que por esa vez había que jugarse y sentir algo. Elegir algo. O elegir a alguien. Y yo los elegí a ellos. A los que entendía como hablaban. Creo que son los argentinos, que les dicen.

Fueron los dos meses más intensos desque que vivo aquí. Desde siempre.

Supe lo que es tener frío y miedo. Aprendí. Supe lo que es tener hambre y supe lo que es que una noche dure mil horas. Tuve miedo del más mínimo sonido. No pude dormir. Sentí los pies (yo no tengo pies) mojados, helados, ateridos. Supe lo que es no poder moverse, justo yo que me muevo como quiero por aquí.

Nunca pude comprender del todo que pasaba. Les reitero, el pensar, la política, no son mi fuerte. Pero es seguro que algo muy serio pasaba.

La isla estaba llena de aviones, tanques, armas, ruidos y cosas raras cuyo nombre desconozco.

Un mañana presencié una maniobra, muy compleja hasta para los pilotos más diestros. La misma consistía en volar muy al ras del mar para no ser visto por los otros (los que hablaban raro) y dejar una carga y volver, todo con el tiempo justo y sin una pizca de combustible de sobra.

Y los que hablaban como yo, los argentinos, la ejecutaban. Heroicamente.

Me parece que fue por entonces que mi tono, mi presencia, imperceptible, comenzó a tomar un color celeste y blanco. O en todo caso, fue entonces que lo noté y puede que hasta ese momento ni yo mismo la hubiera advertido.

Al cabo de dos meses todo fue silencio y dolor. Ni los supuestos victoriosos parecían estar felices. La jornada fatídica y sublimemente heroica de Monte Longdon vino de algún modo a poner el cierre trágico y épico que todo aquello precisaba.

Hubo rendiciones, papeleos, y banderas que bajaron de nuevo.

Me parece que entonces lloré por primera vez en mi vida. O eso creo.

Después vino el viento, la lluvia, la lejanía y el atronador silencio para pensarlo todo, durante años y años, que se transformaron en décadas.

Me volví más ermitaño, reconozco. La verdad es que no me gusta compartir tiempo con ellos. Con los que hablan raro. Hay algo en mí que no los quiere, no puedo precisar bien qué es.  Yo quería a los otros, a los que hablan como yo. Y los extraño de algún modo, si es que un fantasma poseedor de la eternidad, como yo, puede saber lo que es extrañar.

Por eso voy tanto al Darwin.

No sé muy bien lo que es una patria, pero algo de eso parece yacer allí.

Las pocas veces en que merodeo Puerto Argentino, como les dije, la gente grande no me mira ni me ve, o eso simula.

Los niños y las niñas, si, por el contrario. Aunque ya han sido educados para no detenerse mucho a observarme ni pensar en mí.

Algunas veces me sonríen, fugazmente. Y desde luego que yo les correspondo amablemente,  guiñando una suerte de ojo que no tengo, porque vamos, que un niño es un niño y que culpa puede tener de todo esto.

Tal vez podríamos habernos llevado bien. No sé. Un tal Borges escribió algo al respecto, sugiriendo que Juan López y John Ward habrían sido amigos en otras circunstancias. Es posible.

No crean, en mis tardes de ocio, que son todas, he leído también, a ese tal Borges y a otros más que han escrito tanto y tanto sobre estas islas.

Me parece que han pasado algo así como cuatro décadas desde aquellos meses de los tanques, los aviones y los gritos.

Comprendan, el tiempo para mí es muy difuso, en el mejor de los casos. En rigor no suele existir. O yo no comprendo del todo su concepto, lo cual es lo mismo a que no exista para mí.

Se imaginan que cuatro décadas no son nada para mí que estoy aquí desde antes incluso de que estas islas se llamaran de alguna manera.

Tiempo, espacio, nombres, cosas. No sé. Yo vivo en este sitio desde antes de que esas palabras signifiquen algo, y presumo, me quedaré por aquí incluso mucho después.

No concibo otro lugar para existir.

Ahora ya no soy del todo ambiguo ni neutral, eso sí. Ahora soy celeste y blanco y eso de algún modo me coloca en un lugar, en un espacio, y en un ámbito de decisión. Ahora tomo partido por los sucesos, y de alguna manera eso me incorpora en la historia. Me otorga una historicidad. Me humaniza un tanto.

No es lo mismo ser un fantasma, a secas, que ser un fantasma celeste y blanco.

Es bien diferente.

A los señores racionales y meticulosos, que estudian estadística o geopolítica, no les agrada hablar de fantasmas. Y menos que menos de fantasmas celestes y blancos.

Me parece que creen tanto en su existencia que prefieren no mencionarla.

Por eso los niños son diferentes.

Un tarde, no sé si fue hace muy poco o hace mucho, no sé si ayer o hace años, hubo gente en el cementerio de Darwin.

Si, gente de verdad.

Ya les dije que en ese lugar suelo pasar gran parte de mi eterno tiempo.

Bueno, si, una tarde hubo gente. Al parecer una visita. Familiares. Gente que hablaba parecido a mí, al fin. Gente con mi (¿idioma?) creo que se dice.

Caminaban, se abrazaban. Lloraban, desde luego.

Tenían banderas. Banderas de un color similar al mío.

Creo que por un instante hasta pude comprenderlo todo.

Me acerqué sigilosamente para no molestarlos en su intimidad. Pero necesitaba, yo también, abrazar a alguien. Y eso que no tengo brazos. Brazos físicos de esos que tienen los seres humanos.

Estuvieron (estuvimos) así un rato largo, silencioso, prolongado.

Pudieron caminar entre las largas filas y cada tanto detenerse, arrodillarse, saludar o despedirse. Y entonces comprobé definitivamente que en ese cementerio estuve y estoy más acompañado que en cualquier otro lugar del mundo.

Cuando ya se retiraban, ocurrió el milagro.

Un adulto (no un niño) que formaba parte del grupo de visitantes, reparó en mi presencia. Me vio.

Fue muy extraño. Nos quedamos ambos paralizados por el viento implacable y la emoción. Nos miramos un par de minutos.

Entonces se me acercó y me dijo al oído:

“Cuidalos mucho, porque un día vamos a volver”

Y se alejó despacio.

 Mi sorpresa fue tan grande que no pude responderle.

Sin embargo desde entonces no he parado de reflexionar en esa frase.

 Volver. Volver.

He averiguado que hasta hay un tango con ese nombre.

Los argentinos siempre vuelven. O siempre (¿volvemos?) debería decir.

Por lo pronto, a mí volver no me hace falta. Yo siempre he estado aquí.

En cuanto a ser argentino, en fin,  si bien yo soy un fantasma y no debería abrigar grandes pasiones,  puedo asegurarles esto: que soy celeste y blanco, que he descubierto que hablo en criollo, y que no pienso abandonar estas islas.

Nunca.

 Firma: DON EFÍMERO



 


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