TE CUENTO...

 



LAS CUATRO FRASES DEL MUNDO


En una remota y perdida región de la China, existe una biblioteca monumental y subterránea.

Algunos geólogos sospechan que la misma abarca todo el subsuelo terrestre.

En la biblioteca vive un sabio inmortal cuya misión es, desde el inicio de los tiempos, leer todos los libros del lugar.

Los ejemplares se cuentan por cientos de miles de millones y millones.

Se trata de volúmenes inmensos, pesados, descomunales, cuyas letras son pequeñas como hormigas diminutas. Sus hojas finísimas y largas, se cuentan de a miles por cada ejemplar. Sus portadas son duras como rocas y cubiertas de polvo y sedimento de todas las eras geológicas.

El sabio lee de modo permanente y sin descanso alguno. Y aún así, se cree que no ha logrado aún leer ni la quinta parte de la biblioteca.

Lo que también se sabe, es que perdidas en algunos de esos eternos volúmenes, existen cuatro frases destinadas a marcar la historia humana.

El sabio lector no las conoce. Pero si por azar, por hastío, o por efecto del caos, se cruza en su lectura con alguna de ellas, un presagio relacionado a la frase leída se cumple de modo profético sobre la faz de la Tierra.

Se cree que una de las frases dice algo parecido a una peste que asolará a la humanidad. Desde luego que esa frase, como todos bien sabemos, el sabio ya la debe haber leído puesto que la peste, la calamidad, ya la hemos padecido.

La segunda frase, dicen, está relacionada con la cura de esa peste. En el preciso instante en que el sabio dé, siempre azarosamente, con la lectura de esa frase, la humanidad hallará la vacuna contra la peste.

Es conocido, el mundo ha logrado ya encontrar esta cura, incluso en reiteradas oportunidades. Por ende, se deduce que el sabio ya ha leído también esta frase.

Restan  todavía dos frases más. Se sabe que  una de las frases dice que la Tierra estará poblada por personas generosas, amables, completas y felices.

La otra (se sospecha)  dice que la Tierra estará para siempre habitada, pero por seres confusos, distantes, indiferentes, aturdidos  y condenados a la más cruel soledad y al eterno silencio.

Nadie se anima a afirmar si el sabio ya ha leído algunas de estas dos últimas frases, ni en qué orden.  Existe un acalorado debate al respecto. 

Incluso la gente pesimista que no cree ya en nada, afirma que el sabio nunca ha sabido leer. 


EL CORREO DEL MAL 



Hace tiempo, en un pueblo muy remoto, hubo una gran epidemia que asoló a su población.
Este pueblo, modesto, de casas bajas, estaba compuesto en su mayoría por gente adulta, aunque también había vigorosos jóvenes y niños.
Durante la pandemia, la población se vio obligada a guardar una rigurosa cuarentena. Los ancianos y los adultos eran los que con mayor celo debían cumplir el confinamiento. Los jóvenes y niños no estaban tan expuestos a los estragos de la enfermedad.
En ese tiempo no había correos electrónicos, ni teléfonos celulares.
La gente de este pueblo quedó totalmente incomunicada hacia afuera y hacia adentro también.
Un buen día, los jóvenes y los niños, lograron concertar una reunión en la cual tuvieron una muy noble idea. Dado que ellos no corrían tanto riesgo de exponerse a un contagio, oficiarían ellos de mensajeros entre los habitantes del pueblo, para así, mitigar un poco la nula comunicación debido a la pandemia.
Durante el primer tiempo la cosa pareció funcionar bien. Vecinos, comerciantes, mercaderes, hombres de negocios, profesores calificados,  curanderos, oficinistas y hasta el párroco del pueblo, comenzaron a comunicarse por este novedoso e improvisado correo.
Pero tanto altruismo no podía durar.
En algún momento, a alguna mente agitada o inquieta, se le ocurrió una evidente pero no por ello menos divertida broma.
Simplemente había que tergiversar los mensajes. Distorsionarlos. Agregarles alguna injuria, quitarles alguna palabra. Modificar accidentalmente los destinatarios. Invertir el orden de alguna indicación. Quitar algún agradecimiento y agregar en reemplazo una respuesta soez.
Lo que comenzó como divertimento terminó siendo el funcionamiento habitual del correo. Todos los mensajes eran malintencionados y distorsionados.
Cuando la pandemia por fin terminó, todo el pueblo estaba peleado, disgustado y muchos ni se hablaban. Ya nadie volvió a sentir algo noble por nadie.
Los pícaros mensajeros intentaron, en vano, explicar que todo se había tratado de una broma, y que  todo aquello no eran más que habladurías.
Pero el odio, al contrario de la pandemia, duró para siempre.


LO QUE RECUERDAN LOS OTROS 


Anoche necesitaba recordar cómo es que llegué, o llegamos, hasta aquí.
A veces hablo en plural. Me refiero a mí con un “acá estamos”. En primera persona del plural. Como si “yo” fuésemos muchos.
Pareciera ser que somos muchos. Muchos que andan por allí, incluso sin conocerse ni ponerse de acuerdo.
Extrañaba. Años pasados, vidas pasadas, gente pasada. Me dediqué a hurgar en redes sociales. Amigos, compañeros de la secundaria, gente de otros cursos que ni me recuerda. Precisaba imperiosamente recordar. Recordarme. Decirme que aquello fue verdad, que existió, que fue en esta vida.
Se nota que el presente duele. Es evidente que durante estos días al menos, no logró vencer el melancólico sentimiento de lo felices que fuimos ayer.
Me busco. Si. Casi como frente al espejo. Me busco en una foto, en una risa, en un banco de la escuela, ahí parece ser que estoy. Ese soy yo. Fui yo, al menos. Estoy ahí, me veo, creo que soy feliz, creo en grandes cosas, tengo confianza en algo, la vida me parece prometedora, el futuro no puede ser mejor. Me siento dueño de eso que llaman mi “destino”.
Extraño esos años. Me extraño. No sé bien en qué parte o dónde es que todo quedó a medio hacer, a medio camino, a medio mundo, a medio lado. Reviso, insisto, persevero. En alguna parte debo estar. En algún sitio está la clave, la punta del ovillo, la cima del iceberg, eso que pretendo hallar. En alguna foto vieja, o en algún posteo de internet debe hallarse eso que perdí. Eso raro, extraño, hipnótico, báquico, dionisíaco que sentí en algún momento de la vida. Tiene que estar ahí. No puede ser. No puedo, no podemos, ser solamente esto que parecemos ser. Un hilo que me comunica con el pasado, un correo que me responden y si, parece que ahí estamos. Que alguien me (nos?) recuerda. Que hemos existido. Que venimos de alguna parte. Es mágico que alguien de aquella época me (nos) recuerde. ¿Qué idea tendrá de nosotros? ¿Nos reconocería hoy? ¿Nos reconoceríamos nosotros en su recuerdo? ¿Quién fui o quienes fuimos para esa persona que dice que nos recuerda, o incluso para nosotros mismos?
Quiero saber. Me extraño. Me desconozco. Me ignoro. Me busco. No me recuerdo del todo. Desesperado me rastreo en la memoria de los otros. Al menos de los pocos que quieran, tal vez todavía, intentar recordarme. 



JOFF, EL ESTAFADOR PERDONADO 


Durante la pandemia emergieron héroes anónimos que supieron ganarse el cariño de los confinados.
Los que ponían música en balcones valen como simpático ejemplo.
Joff vivía en un barrio de edificios, más bien de los suburbios de la ciudad.
A causa del prolongadísimo encierro los vecinos se hundieron en el agobio y el tedio. Con el paso del tiempo, esta tendencia se profundizó. Joff advirtió esto y perpetró entonces, una genial y noble idea.
Diestro y fanático como era, de los dispositivos tecnológicos, Joff encontró la manera de publicar cada día, al menos una vez al día, en los televisores, computadores, celulares, redes sociales, o lo que fuere de sus vecinos como mínimo una noticia alentadora respecto del curso de los acontecimientos.
Al principio con indiferencia, pero luego cada vez con mayor entusiasmo, la gente esperaba diariamente la “buena nueva” de Joff.
A veces esta “buena” noticia consistía en un gráfico sumamente tranquilizador donde los contagiados ya no se sumaban, sino que, al contrario, se restaban de tal manera que la cifra final arrojaba un número negativo. (- 125 contagios)
Por medio de entreverados cálculos, Joff mostraba a los habitantes del barrio curvas de nuevos enfermos que, no sólo no subían, sino que increíblemente, iban hacia abajo hasta desaparecer de la filmina. Incluso no eran curvas sino líneas rectas que bajaban en picada directamente.
En otra oportunidad, Joff mostró porcentajes donde había muchos recuperados, y hasta algunos resucitados. (pero muy pocos para no despertar sospechas)
Una noche utilizó una compleja fórmula algebraica para explicar que los recuperados eran más ellos solos, que todos los habitantes juntos del país, incluyendo a aquellos que nunca se habían contagiado.
En cada aparición, Joff prometía convencido y firme que el confinamiento estaba próximo a terminar. Cuestión de días, horas, o acaso minutos.
Sin embargo, todos sabemos que la cuarentena duró tres años y medio.
Cuando todo terminó, se descubrió la estafa. Joff, que se mudó raudamente una madrugada, no era ni epidemiólogo, ni sociólogo, ni matemático.
No obstante, la gente lo perdonó. No hubo condena. La esperanza es algo que, al parecer, se agradece. Y también se olvida.

EL PLASMA DE BABEL 


Son loables y reconocidos los casos de los donantes de plasma que durante la pandemia ofrecieron sus anticuerpos para ayudar a enfermos graves.

Cuando el virus se propagó, finalmente, por toda la humanidad, prácticamente no quedó ser humano, grave o no, que no recibiera una transfusión de plasma.

A veces preventivo, y otras veces providencial para salvar una vida, el plasma de pacientes recuperados pasó a formar parte habitual del tratamiento.

Lo que los científicos y virólogos no advirtieron, acaso porque la urgencia no se los permitió, es que cada transfusión de plasma inoculaba al paciente transferido no solamente los anticuerpos salvadores, sino también todos los recuerdos que el donante tuviese hasta la fecha.

Así, la humanidad toda pronto contó con personas que portaban no únicamente sus recuerdos, sino los recuerdos de otra persona a la cual ni conocían.

Para mayor gravedad, y esto recién se supo cuando ya era tarde, estos recuerdos ajenos resultaron ser muy fácilmente transmisibles. Es decir, se contagiaban con el mero y simple contacto social.

Ocurrió entonces, lo inevitable. Las personas recuperadas del virus iban por la vida charlando, conversando, dando besos y tomando café. Y traspasaban, sin darse cuenta, recuerdos de otros, y de otras. Contaban historias que jamás habían vivido y narraban anécdotas que nunca habían experimentado.

Lo hacían, la enorme cantidad de las veces, por no decir todas, sin darse cuenta. Este contagio era total y absolutamente involuntario e imperceptible, además de no presentar el contagiado o la contagiada, síntoma alguno, más allá de contar con una enorme y caótica cantidad de recuerdos que no comprendía cuando, como y donde había adquirido.

Con el correr de los años, y de las décadas, la pandemia fue sólo un mal recuerdo. Los manuales escolares de primaria apenas si la mencionaban modestamente. Sin embargo, el efecto “letal” que esta había dejado pervivió generación tras generación.

La superabundancia de recuerdos resultó ser igual a no tener ninguno. Tal fue el caos y desorden en los inconscientes de estas personas.

Con ello, millones, y millones de seres humanos comenzaron a deambular por el mundo y hasta nuestros días, sin memoria, sin historia, apenas con una confusa tormenta de recuerdos que no les significan nada.


EL SEÑOR QUE NO PODÍA DECIR ALGO



Cuentan que en mi barrio había un señor que nunca pudo decir algo.
Extrañamente, el buen hombre era de lo más simpático y conversador. Buen tipo y generoso con sus vecinos. Accesible, amable, siempre bien predispuesto a una charla en cada esquina, o en la parada del colectivo.
Pero no había caso, el hombre no podía decir nada.
Lo horroroso fue que, una tarde de otoño, por los años de la pandemia, o relativamente por allí, el hombre, fatalmente, advirtió que no decía nada.
Fatalidad. Porque una cosa es no decir nada y otra cosa mucho más grave es darse cuenta de ello. Tenía ya 54 años, figúrense. Una vida sin decir nada.
Lo peor es que él quería decir algo, necesitaba hacerlo, pero no sabía cómo.
Comenzó a asistir compulsivamente a fiestas y charlas de bares, donde buscaba (y lograba) ser el centro de la escena. Pasaba la velada entera hablando. Al final del evento, aterrado, preguntaba a algunos de sus amigos o a alguno de los presentes si lo habían oído decir algo en la reunión.
La gente lo miraba extrañada, dado que efectivamente, había estado hablando por horas. Pero no, no era eso. El hombre, desesperado, quería saber si había dicho algo. Pensó en aprender señas para sordomudos. Fue a terapia. A su propia terapeuta le preguntaba, al final de cada sesión, si milagrosamente lo había escuchado decir algo durante esos efímeros 40 minutos.
¿Y usted qué opina?  Le preguntaba la Licenciada, por toda respuesta.
Casi resignado, se refugió en el arte, intentó pintar, hizo cerámicas. Más tarde comenzó a abusar del alcohol. Estaba ya, decidido a decir algo, lo que fuese.
Un vecino tuvo la mala suerte de cruzarlo en un ascensor que quedó atorado 2 horas entre dos pisos. El hombre se pasó las 2 horas hablando y cuando llegaron los bomberos, rompieron la pared, el ascensor, todo. Sacaron al vecino aterrorizado, y atrás al hombre gritando, en medio de una crisis de nervios, preguntando casi desquiciado al vecino si lo había escuchado decir algo durante las horas de encierro.
En sus últimos años casi no salía a la calle. Vencido y resignado. Una mañana de Domingo se cruzó con una vecina amable, le habló dos palabras en la calle y le preguntó si ella lo había escuchado decir algo.  Generosa, ella le dijo que si, efectivamente lo había escuchado. Pero al parecer el hombre no lo creyó. Ya era muy anciano, y no creía ni en lo que él decía. 

EL COLECTIVO DEL OLVIDO


En Buenos Aires circula un noble colectivo que sirve para olvidar cosas.
No se sabe con certeza el color, ni el recorrido, ni el número de interno. Ni siquiera a que línea pertenece. Si se sabe que es uno solo y sólo uno.
Las propiedades mágicas de este colectivo permiten que los pasajeros que se lo toman olviden, durante el viaje, prácticamente cualquier hecho traumático, o anécdota triste o época lamentable que hayan vivido.
La leyenda habla de enamorados abandonados, al borde de la locura o el suicidio, que tuvieron la dicha que subirse a este colectivo y que al bajar gozaban de la más sincera algarabía, sin siquiera recordar a la persona que tanto habían querido.
Un joven cuya infancia había sido penosa y olvidable, expulsado de colegios e ignorado por sus amigos, tuvo la buena fortuna de tomar el colectivo en Riobamba y Córdoba, un jueves a las 2 de la mañana.
Cuando bajó en Colegiales, rato después, era un hombre firme y seguro de sí mismo. Con grandes proyectos para el futuro. La infancia ni siquiera era un mal recuerdo. El colectivo le había salvado la vida y ahorrado horas de terapia.
Un señor que había sabido ser acaudalado y que había perdido todo en la Bolsa de Comercio tomó por azar (como todos) el colectivo en la Boca, cerca del Riachuelo. Bajó varias horas después, al parecer, en Balvanera. Ya era de noche. El hombre estaba tan feliz que parecía ebrio.
Interesado en este rumor urbano, el memorioso historiador Baldomero Ruarte, amante además de los relatos porteños y los datos minuciosos, comenzó a buscar y a documentar la búsqueda de este colectivo.
Una tarde creyó verlo estacionado en Nazca y Aranguren. Corrió desesperado, pero justo a último momento el colectivo arrancó, pese a sus desesperadas señas pidiendo que lo esperasen. A Baldomero le pareció que el conductor, otro gran enigma de esta historia, se sonrió al verlo desairado.
Esto motivó al obsesivo historiador a documentar con mayor rigor la búsqueda.
Sus anotaciones se volvieron más precisas, pese a la poca información que tenía. Colectivo de normal tamaño. Color, entre gris, verde y azul desgastado.
Conductor, sí. Sexo, masculino. Edad indefinida. Aspecto insolente y provocador. Velocidad, considerable y lista para usar en el momento oportuno.
Recorrido, totalmente desconocido. Número de la patente, ni idea. Cantidad de pasajeros. Parecían muy pocos, uno o dos, e iban sentados.
La búsqueda prosiguió implacable. Una mañana le pareció verlo cruzar la calle Lopez de Vega, en Villa Luro. Corrió alborozado, pero se decepcionó enormemente al toparse con un 124.
No se rindió. Continuó su tarea tenazmente intentando confirmar por sus propios medios la leyenda del colectivo del olvido.
Un Domingo a la mañana notó alboroto en una esquina de Moreno y Catamarca.  Era un choque. Miró la escena de lejos y casi pega un salto de la euforia. Corrió al borde del ridículo para poder ver de cerca la situación.
No era. Era un 115 en bastante mal estado. Por un lado, mejor, pensó Baldomero. La misión de hallar al colectivo le importaba ya más en sí misma que poder al fin hallarlo.
A veces para despejarse, luego de semanas de fatiga o agotamiento, se tomaba uno o varios subtes sin rumbo, bajando y subiendo aleatoriamente en diferentes estaciones. Otras veces se subía a algún tren que lo llevara a algún suburbio lejano, para poder mirar una ventana y no pensar en nada.
Así pasaron años de búsqueda.
Baldomero, estudioso y fanático, tenía en rigor muchos más recuerdos de los que deseaba. Incluso muchos de ellos ni siquiera recordaba ni entendía cómo es que los tenía. Recordaba cosas que no había vivido. Un médico le explicó que eso se debía al plasma de Babel, por los años de la pandemia.
Una madrugada de crudo invierno, con lluvia muy leve pero cumplidora, el perseverante historiador deambulaba sin rumbo por la calle Tacuarí.
Mecánicamente estiró la mano y se subió, medio dormido, a un colectivo.
Dos cosas le resultaron sumamente extrañas; el conductor no quiso cobrarle y en el centro del pasillo había un solo y único asiento.
Las luces se apagaron abruptamente y entonces Baldomero comprendió.
El viaje no es muy largo, así que elija cuidadosamente cada cosa que quiera olvidar, explicó una voz tenebrosa al volante.
Con estupor, Baldomero entendió que no tenía en su vida nada verdaderamente importante que mereciera ser olvidado. Comprendió que es el olvido él hace que algunas pocas cosas, muy pocas, merezcan ser recordadas.
Bajó y se tomó un taxi, ya seguro de tener de una memoria perpetua, e inútil. 

EL LUGAR DONDE NADIE SABE NADA


Perdida en un monte de Rusia (algunos dicen que es en Chipre) hay una extraña ciudad donde nadie sabe nada.
Los residentes no saben cómo es que llegaron allí, ni cómo se llaman.
Tampoco saben qué sucederá mañana, ni siquiera dentro de un rato. No saben de qué van a vivir, ni de que trabajarán. Los niños no saben que harán cuando sean grandes. Ni tampoco saben que son niños.
Los médicos no saben que son médicos, y los enfermos no saben que lo están.
La gente no suele saber qué hora es, y mucho menos entiende de qué se trata el futuro, ni el pasado, ni el tiempo. A duras penas conciben el presente.
Ernesto Cado, un amigo antropólogo de cierta edad, pero con insaciable y casi infantil curiosidad, leyó en algún libro perdido y polvoriento de una vieja casa que ya no existe, la existencia de esta ciudad.
Fatigó bibliotecas, hemerotecas y archivos, buscando información al respecto.
Una tarde de lluvia de otoño, esa hermosa estación porteña, me contó en un café de Buenos Aires, como merecen esas tardes, que había hallado el lugar exacto de la ciudad. Por secreto profesional, y acaso por mi propia seguridad, no me reveló si era en Rusia o en Chipre, pero si me aseguró que estaba por emprender un viaje hacia allá, para poder estudiar y saber algo más de la gente que no sabe nada de nada.
Tiempo después, dejé de verlo. Supuse que había efectivamente realizado el viaje tan ansiado.
Creo, me parece, que pasaron años. No lo volví a ver. Lentamente lo borré de la lista de contactos y de las redes sociales. Su recuerdo pasó a formar parte difusa del pasado. Ese pasado que sí conocemos, o creemos conocer, los que vivimos en ciudades donde se sabe todo constantemente y a toda hora.
Un día, como todos saben, llegó la maldita pandemia. Pasaron, como todos también saben, años y años de virus y cuarentena.
Finalmente, la pesadilla terminó. El simpático doctor nigeriano halló, por insólito accidente, la vacuna, y volvimos a la vida.
Habrá pasado, una década, o dos, o tal vez tres décadas. Quién lo sabe exactamente. Hay una edad donde ya uno no concibe el tiempo con claridad. Todo se mezcla. No se sabe si algo pasó hará un año, diez años, veinte, o si nunca sucedió. Los días son eternos, pero los años son efímeros. Y así se nos comienza a escurrir el tiempo y nos damos cuenta que estamos viejos. Bueno, decía, habrán pasado una o varias décadas. Pero una tarde, lo volví a ver.
Más bien era una tarde noche de otoño, otra vez. Sábado. Gris y soledad. Un ambiente fascinante. Lo advertí de lejos, paso lento pero firme, algo encorvado, venía hacia mí con bufanda y sobretodo.
Naturalmente pensé que no me iba a reconocer. Mi sorpresa fue gigantesca.  Ernesto Cado no solamente me reconoció, sino que me saludó y me habló directamente, cómo si me hubiese visto el día anterior.
Vení, seguime. Vamos al café. Te tengo que contar todo. Me dijo con toda la normalidad del mundo que yo no alcanzaba a creer.
Lógicamente lo seguí, casi de modo mecánico, y absolutamente maravillado, conmovido, diría que hasta crédulo de cierta magia de la vida, que el tipo me invitara así nomás a charlar luego de décadas de olvido y silencio.
Nos sentamos y lo miré. Se notaba que estaba más grande. No avejentado. Añejo podríamos decir. Me imagino que él pensó lo mismo de mí. O algo peor.
El escenario era tan lúgubre e irresistible que solamente podía mirarlo y esperar su narración. Me sentía bajo el efecto de algún narcótico.
Bueno, comenzó. Lo que te voy a contar es algo que no sé del todo si fue así, o si fue de otro modo, o si no fue de ninguno. Pero es lo que yo recuerdo y para el caso, es lo que finalmente nos importa.
El lugar donde nadie sabe nada, sí que existe. Finalmente, di con él en una escondida comarca Rusa, atrás de un monte cuyo nombre nadie sabe.
El viaje fue larguísimo. Aviones, trenes, autos y barcos. No sé decirte cuanto duró. Tampoco sé decirte cuando llegué.
Ni bien llegué unos habitantes parecidos a nosotros, pero vestidos muy raro, comenzaron a hablarme en una lengua que nunca entendí. Lo curioso es que ellos tampoco entendían ni sabían lo que decían. No conocían su propia lengua. De hecho, muchas veces hablaban y ni siquiera sabían si estaban hablando, cantando, o hasta gritando o llorando. No notaban la diferencia entre ninguna de estas cosas.
La cosa se puso buena después. Esta gente, simpática y amable a su modo, ya que no era para nada hostil, no tenía la menor idea del país remoto de donde yo les dije que venía, ni del mundo, ni de la historia, ni de Dios, ni de nada.
Se los notaba generalmente felices, pero ellos no sabían que lo eran. Naturalmente tampoco conocían la desdicha.
Comían comidas muy extrañas, aunque ricas, pero no sé decirte qué eran, porque ellos tampoco lo sabían. Solían comer sin saber que lo hacían.
Te imaginarás, no tenían horarios, ni sabían qué era un reloj.  Solían ser sinceros y decir siempre la verdad, aunque no sabían que es la verdad, pero tampoco sabían mentir, así que sospecho que decían siempre algo parecido a la verdad.  Tampoco sabían leer. Menos escribir. Se aburrían de vez en cuando, pero no sabían que estaban aburridos. Algunos cantaban o hacían una suerte de música con un instrumento largo y oscuro cuyo nombre no sabían, ni tampoco sabían cómo tocarlo.
Una vez me observaron el teléfono celular. Claramente estaba sin señal.
No sabían lo que era, ni tampoco yo supe como intentar explicárselos.
Una tarde, de pura casualidad, subí hasta la cima del monte y agarré una señal mínima con el teléfono. Ahí recién me enteré de la pandemia y del virus que asolaba a la humanidad. No les dije nada a los habitantes del lugar. No sabían ellos nada de pandemias, de virus, de cuarentenas, ni de contagios, y lo mejor era que siguieran así. La incertidumbre del lugar era ya total, de todos modos.
Estos seres, sin embargo, eran humanos. No eran animales. Poseían alguna suerte de razón y sentimientos. Ocurre que tampoco sabían esto.
Tiempo después, seguramente años, una mañana pregunté cómo hacer para volver a mi casa, que ya extrañaba. Con lógico horror comprobé que nadie sabía cómo salir de ahí ni para ir a donde. Ni con qué motivo.
Fue entonces que comencé a preocuparme seriamente. Me dije que iba a morir allí mismo, en medio de la nada y sin que nadie lo supiera.  Para colmo esta gente no sabía lo que era la muerte, ni tampoco el olvido.  Por ende, tampoco sentían nunca miedo ni angustia, aunque tampoco sabían que estos sentimientos existían.
Estaba perdido.
Pedí una guía, un mapa, un cronograma de vuelos, algo. Obviamente no sabían de qué les estaba hablando. Decidí no comentar con nadie mi idea de irme porque no tenía sentido.
Como un náufrago, me resigné a vivir allí para siempre, lamentándome de mi instintiva curiosidad de antropólogo y de haber terminado en el confín de la Tierra donde nadie sabe nada y donde nadie sabía que yo estaba.
Por momentos odié a estos ignorantes, te confieso.
Luego tuve que aceptar con dignidad ser uno más de ellos, al menos para conservar algo de esperanza.
Una noche, obstinado y sin poder olvidar mi pasado, salí a caminar sin rumbo. Afortunadamente nadie lo notó. Caminé un largo rato para cansarme bien y poder dormirme, o tal vez morirme, entonces no había gran diferencia.
Mágicamente hallé un claro en el bosque. La luna lo iluminaba con fuerza. El claro se adentraba en el monte cuyo nombre nadie sabe, y allí se transformaba en un túnel. Caminé como loco por el túnel ya sin medir consecuencias ni riesgos.  Creo que pasaron horas, o eso me pareció. Al amanecer salí a una ruta sumamente extraña.  Ni un alma alrededor. No me importó porque me sentí por primera vez en años lejos del lugar donde nadie sabe nada.
Al kilómetro de andar por la ruta me desmayé.
Cuando desperté estaba en un hospital de Moscú, gracias a un generoso chofer de camión que se apiadó de mí.
Luego de un confuso y tedioso papeleo, de varias explicaciones a la policía y de trámites en migraciones, pude regresar.
A nadie le conté una palabra de nada de esto. Sos el primero.
Lo miré extasiado. Lo había escuchado mudo.
Le pregunté si tenía fotos, registros, documentos, testimonios, algo.
Nada, me respondió. Ni una prueba. No sé decirte la razón por la cual no supe, no quise, o no pude, documentar nada de esta historia.
Es más, me dijo, de hecho, no sé con exactitud si volví ayer, hace años, o si recién acabo de llegar. A lo sumo puedo decirte que he regresado después de la pandemia y del virus, eso si te lo confirmo.  
Hicimos un silencio largo que pareció final, al cabo levantó la mirada y me dijo:
Si puedo asegurarte que el viaje fue real, que esa gente existe, y que transcurre su existencia sin saber nada, de nada, de nada.
No sé cómo hacen, ni cómo lo logran. Pero viven así, concluyó.
Pagó el café y salimos. No sé si lo volveré a ver. Quién sabe. 

EL ESPEJO DE LA MUERTE

Cuando era chico, en mi casa de la infancia, teníamos un espejo endemoniado.

Era un secreto de familia, muy bien guardado. Ni se hablaba de ello.

El espejo tenía la particularidad, fatal, de matar a quien se reflejase en él.

Recuerdo patente que tenía una abuela. Mi única abuela. Ya grande, algo senil, una mañana se acomodó los ruleros frente al maldito espejo. Esa misma noche la internaron y murió a la semana.

El maleficio era cierto y comprobable.

Uno habría podido pensar; y bueno, tiren o rompan o quemen el espejo y ya.

Pero la cosa no era tan sencilla.

Tirar, romper o hacer desaparecer el espejo hubiera sido de una fatalidad inmediata para la familia toda. Muchos más de 7 años de desgracia.

El verdadero desafío (dramático) consistía en que había que convivir con el espejo. Cada día de nuestra vida, a  cada hora.

No valía taparlo, ni pintarlo, ni esconderlo en un armario o en un viejo baúl. No.

El espejo tenía que estar en medio de la sala, o en el comedor. Visible y al paso de cada uno de nosotros.

La verdadera tragedia estaba en soportar el riesgo, diario, de pasar delante del cruel espejo (acaso producto de un natural olvido) y terminar como mi abuela.

Todos en la casa ensayábamos movimientos y malabares divertidos, casi gimnásticos, para eludir el espejo. Nos agachábamos, pasamos de costado, en cuclillas, gateando. A veces venían visitas (muy raras veces) y sospechábamos que se reían de nuestro ridículo comportamiento. No obstante, siempre alguno de nosotros estaba alerta y vigilante a que ninguno de los invitados se posara frente al espejo. Un verdadero gesto noble.

Pasábamos las bandejas de masitas, los pocillos de café, las tazas y las bandejas de alfajorcitos, esquivando el espejo con cintura prodigiosa y gambeta de hábil delantero. 

Entre nosotros casi ni hablábamos del espejo. Ni de la abuela. Y mucho menos le explicábamos nada a las eventuales visitas. Simplemente acotábamos nuestra estrategia a que nadie se detuviera frente al espejo fatídico.  

Una mañana me levante medio dormido y estuve a punto de mirarme frente al espejo pero un familiar, no recuerdo quien, se arrojó sobre mí como un genial arquero y me salvó de la muerte segura.

Otra tarde fui yo quien tuvo ese acto de valentía y arrojo.

Creo que fue mi madre (que luego murió pero no por culpa del espejo) la que se detuvo frente al “asesino” de la casa. Fue un mínimo instante y justo la vi. Me arrojé sobre ella como un jugador de rugby y le pude salvar la vida.

Me acuerdo que me miró y me dedicó una tenue sonrisa, pero no me agradeció. No se la notaba contenta ni demasiado aliviada.

Pensé, con terror, que ella se había detenido frente al espejo a propósito, de manera intencional, y que yo me había interpuesto en su horroroso plan.

Desde ese día mi preocupación aumentó.

La cosa tomó otra macabra perspectiva. El espejo ya no representaba un serio peligro en sí mismo sino que, para los seres desdichados e infelices, el espejo era toda una tentación de poner fin al sufrimiento.

Vivir a diario esquivando al espejo me pareció entonces una tarea mucho más fácil que vivir con la idea permanente de mirarse al espejo a propósito.

Había que librarse del peligro de manera accidental, no deliberada.

Tuvimos entre todos (obviamente menos mi madre) la idea de mudarnos. No una vez, sino varias veces. Irnos mudando y mudando reiteradas ocasiones.

Y así, entre cajas, casas, bolsas, mudanzas y embalajes, un día resultó que, accidental y afortunadamente, perdimos el espejo.

Nunca supimos si alguna infausta familia tuvo la desgracia de encontrarlo, o si terminó en algún centro comercial, o roto, o en algún galpón. Ni siquiera quisimos averiguar si el espejo conservó siempre sus poderes mortales.

Con los años, naturalmente,  los miembros de la familia se fueron muriendo de todos modos. Lógicamente no por culpa del espejo.

Yo todavía sigo vivo. Eso creo.

Hay días en que me siento bien, radiante y capaz de grandes cosas. Casi ni  pienso en aquel espejo. De hecho tengo uno en casa, al parecer, inofensivo.

Esos días camino por las calles y no temo cruzarme frente a ningún espejo, convencido de que aquel maldito endemoniado de mi infancia ya no existirá ni estará en ninguna parte, ni en ningún centro comercial o estación de subte.

Otros días en cambio, me siento mal y triste. Y esos días si, definitivamente, evito pasar frente a cualquier espejo, no sea cosa de tener justo la mala suerte de dar con aquel desgraciado.

 


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